jueves, 30 de agosto de 2018

Dylan: poeta, cantautor y Nobel


Que no se va a presentar en Estocolmo para recibir el Premio Nobel que ganó, que no contesta los llamados de las autoridades de la Academia, que es un personaje escéptico que es capaz de no reconocerse ganador, que va a rechazar la distinción; que va a ir, lo va a recibir con sus anteojos negros –tal como recibió la condecoración del honor entregada por Obama- y tal como llegó, va a retirarse y seguir haciendo lo que hace: llevar sus canciones a todos los rincones del mundo en su Never Ending Tour.

Que el Nobel de la literatura no debería ganarlo un músico, que sus canciones no son meramente leídas, son escuchadas -y las melodías las completan, por eso es más que literatura-, que para el caso había otros músicos que deberían haberlo ganado, que no se lo puede comparar con otros poetas o novelistas; o sí, que Dylan es un poeta que además, canta. “No me considero un poeta porque no me gusta la palabra. Soy un artista del trapecio”, dijo en una ocasión. Que solamente con la frase “Se necesita mucho para reír, se necesita un tren para llorar” era digno del Nobel y que escribió las canciones de amor más lindas de la historia.

El Nobel de Literatura este año generó polémica porque hizo que la gente saliera de sus esquemas y estructuras, mismo efecto que tuvo Dylan en las personas, siempre. “Judas” le gritaron cuando cambió la guitarra acústica por la eléctrica, el folk por el rock. “Toquen más fuerte”, le dijo Dylan a su banda frente a las quejas del público. “¿Para qué querés mi firma, para qué te sirve? ¿Qué vas a hacer con ella?”, le pregunta Dylan a una joven que le pide su autógrafo a la salida de un recital. “La verdad nunca la miré tanto”, dice cuando en 1965, un periodista le pregunta acerca de la tapa –y su significado- de uno de sus discos más eléctricos, Highway 61 Revisted.

No solamente fue la voz de una generación entera, fue también la morfina para el dolor de una sociedad, aquél que clamó por la paz, que defendió los derechos de las personas de color, que rugió en contra de las guerras y maldijo a los que hacen las armas (en “Masters of War” no pudo no evitar desearles la muerte). Uno escucha sus canciones y asiente con cada palabra, pero genera algo contraproducente: el oyente siente alivio por escuchar lo que él mismo quiere decir, y al mismo tiempo se enoja y angustia por escuchar la verdad, cómo la gente mata sin pudor, cómo los jueces hacen la vista gorda y no condenan a los asesinos.

“Y le otorgó con fuerza, por culpa y arrepentimiento / a William Zanzinger una pena de 6 meses”, dice tras ironizar con la ley en “The lonesome death of Hattie Carroll”. Lo mismo ocurre con “Hurricane” y “Only a pawn in their game”, canción que cantó tras el discurso de I have a dream de Martin Luther King.

El autor que escribió “Blowin in the wind” en diez minutos, no se reconoce un melodista, ni siquiera se reconoce poeta. Proclama que escribe sus canciones inspirado en viejas melodías, en las canciones de los Carter, en los salmos, en las canciones protestantes, en el folk más antiguo de la historia. Él, que en un principio quiso cantar las canciones de Woody Guthrie, viajó a de Minnesota a Nueva York y se refugió en las paredes del bar Wha? para cantar sus propios temas y empezar lo que nunca habrá de terminar.
Romántico, desafiante, audaz, sincero, Dylan nunca dio explicaciones de su vida privada. En su novela Chronicles deja bien en claro que jamás se interesó por los datos personales del resto ni por dar a conocer los suyos. Simplemente quería hacer música, conocer a gente decente y entablar así relación con ellos. Por eso el premio Nobel se limita a reconocer la trayectoria de sus canciones, la evidencia, la huella que dejó: cada línea que escribió Bob Dylan es digna de ser enmarcada. No habla en vano, no canta por cantar. Dice verdades, recita poemas, le habla a los que menos quieren escuchar, a los ricos, a los pobres, a los que pagan por escucharlo, a los asesinos y a las víctimas, a las familias, a los senadores, a los gobiernos, a jóvenes y viejos, a sí mismo, a Dios y al diablo (en “Jokerman” precisamente no se sabe siquiera de quién habla). Con sus canciones, dibuja. En “Desolation Row” describe con imágenes la ruta de la desolación, “Einstein disfrazado de Robin Hood” y otras imágenes que quien escucha la canción, inevitablemente las ve.
“The times they are a-changin” y “A hard´s rain is gonna fall”, son canciones que predijeron el futuro, los cambios por los que atravesaba la sociedad. Lo tildaron de profeta, más aún cuando a los 33 años se convirtió al cristianismo y sacó sus tres discos inéditos: Slow Train Coming (1979), Saved (1980) y Shot of Love (1981).

El Dylan inocente de los primeros años se fue convirtiendo en un Dylan enojado y sin miedo de decir la verdad. Interesado por la actualidad mundial y nacional –hay varias imágenes que lo muestran leyendo los diarios- y lector de poetas como Ginsberg y Rimbaud, nunca dejó de componer. Vive en el presente: “No quiero hacerme nostálgico ni narcisista como escritor ni como persona. Yo creo que la gente que tiene éxito no habita en el pasado”, dijo en una entrevista con el diario El Pais.

Bob Dylan –o el fantasma que escribió sus canciones, como una vez explicó- es digno del Nobel. Su obra está a la altura del premio, y si no, deténganse en algún pedazo de su obra, algún pedazo de canción. Y aunque el éxito lo toma con cinismo, de alguna manera, nos lo pre-avisó: "No hay mayor éxito que el fracaso y el fracaso no es un éxito en absoluto", de Love Minus Zero/No Limit, de 1965.

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