domingo, 8 de mayo de 2016

Noches luminosas

Cómo expresar lo inexpresable, cómo comprender que simplemente hay momentos luminosos, que provienen de otro lado, de otro mundo, que responden a otras leyes –o la falta de ellas. Ver cómo se disuelve de repente el mundo, en un instante, cuando comprendemos que hay cosas que la lógica no ve, que el corazón tiene razones que la cabeza no entiende, que el amor, como así decidieron llamarlo, es mucho más que las palabras, que las imágenes, situaciones, emociones. O es eso y mucho más, es eso y es todo el resto, es la canción de Titanic que revuelve las entrañas, es la última frase de cada película de amor, son las palabras que proclama Fitzgerald en Gatsby, es la rendición a todo, creer que este mundo no es lo suficientemente fuerte como para bancarse una historia semejante. Por eso los barcos se hunden, por eso Romeo y Julieta es una tragedia, por eso los terceros aparecen, por eso la gente impone leyes ridículas, la vida molesta con las diferencias que nos separan, con océanos que hacen las distancias enormes, las edades que rompen con todo, caprichos del destino, trabas insoportables, sinsentidos, atrocidades, frialdades, muerte, infidelidad, enfermedad, ruptura, traición, de vuelta el dolor y esas cosas. Por eso me agarraste la mano y me dijiste “Que el mundo espere, hoy nos toca a nosotros”. Y así fue. Por una noche los autos dejaron de andar, los semáforos dejaron de funcionar, la gente durmió, las estrellas brillaron pero el mundo se quedó quieto. Los animales deambulaban a oscuras, los bares cerraron, el viento movió los árboles y vos me hiciste mover a mí y con un beso me enseñaste que hay algo más allá de todo, que las cosas no se remiten a lo que uno ve o entiende. Que podemos hacer nuestro lo que es nuestro, que la noche ilumina la ciudad y se puede encontrar la felicidad en un bar oculto que esconde esas historias que jamás podrán ser ni nunca podrían haber sido. Que las flores son más lindas para los ciegos porque aprehenden el olor, la textura, la suavidad, la misma con la que paseamos esa noche, cuando las sábanas se movieron al ritmo de la luna, que cantó, sonrió y se sonrojó. Son esas vueltas del destino, es la vida diciéndonos que la felicidad es esto y nada más, que dejemos de buscar el amor porque el amor nos va a encontrar a nosotros, así como la música encuentra el alma y el alma encuentra la luz. Paz mental y entender que estamos completos. Y por último, la mirada. Sentir que los astros se expanden, que el universo me abraza, que los pájaros vuelan todos juntos hasta el fin del mundo mientras el sol se esconde en el mar en una playa infinita, que los dos seamos uno con el rayo de luna que nos encandila, que los sirvientes del destino –o los amos, vaya uno a saber- rían viéndonos, entendiendo que todo se dio como se tenía que dar. Que el romance y esas cosas absurdas se rindan a nuestros pies, porque nada se asemeja a la realidad que juega con ser fantasía. Sentir más, viajar más, amar más, ver más allá. Porque las estrellas no son meramente estrellas. Son haces de luz, milagros de los sueños. Los campos son verdes porque la paz es de color verde y el mar es azul, transparente como tus ojos, como la verdad. Porque la traición, la infidelidad, la muerte, el dolor y esas cosas se rinden frente a la lucha eterna, donde los enamorados pelean con besos y se defienden con amor. Se trata de esas noches luminosas, eternas, que todas juntas, puestas una al lado de la otra y una encima de la otra y una atrás de otra, forman eso que nos gusta llamar magia. Pero a diferencia de lo que pensamos, nada de eso es imposible. Solo hace falta abrir el alma y darse por vencido.