domingo, 17 de septiembre de 2017

Domingo

Me acuesto a leer pero me pongo a pensar con ese aire nostálgico de los domingos. Domingos. Do-min-gos. Do-ming-o. Dom-in-g-o. On we go. Qué palabra criolla, Argentina, poco elegante, familiera, el Séptimo Día, palabra de descanso. Domingo. Eso que yo de chica odiaba porque era el anticipo de algo que venía a devorarnos a todos, que me separaba de mi familia, de mi casa, del ocio. Me agarraba desprevenida; era una especie de infiltrado, enemigo disfrazado de algo más. Eso que mi papá me enseñó a amar porque seguía siendo parte del fin de semana. Al fin y al cabo. Pero no cuenta, porque el ama todo. Vivir para llegar al sábado, que al sábado lo alcance el domingo y angustiarme y volver a despertar el lunes, víctima, como todos, de esta vida que no es más que una sucesión de domingos, uno tras otro, no es más que la espera de ese domingo que nos agarra dormidos, desprevenidos, viene a devorarnos, a decirnos que es el Séptimo Día, que la semana también es algo insólito, y lo peor, lo más mortificante, es que no nos vamos dando cuenta que ese paso de lo que llamamos "tiempo" (y entendemos el tiempo como esa espera del domingo, que no ha de acabar, que ha de continuar eternamente, acá y en todos lados, acá y en todos los mundos) ese paso de lo que llamamos "tiempo" tiene consecuencias fatales: uno va perdiendo fuerza, acumulando recuerdos, la piel sufre cambios sustanciales, las articulaciones se empiezan a desgastar, los ojos empiezan a ver más borroso. Eso sí, los cambios se dan tan pero tan tan tan lentos, que no los notamos mientras suceden. Solo los vemos después de que haya pasado una notable cantidad de domingos, una serie acumulada de domingos aplastados, puestos uno encima del otro. Pero uno sigue despertándose a la mañana porque muchas opciones no hay, y seguimos encontrándonos con momentos que rompen o alivian el alma, y el domingo es un vidrio que deja ver esas cosas de cerca, claras como el agua. Le reprocha a uno todo lo que es, todo lo que le falta hacer, o hace que se sienta merecedor del día de descanso. Somos héroes, nos merecemos este día, nos lo debemos a nosotros mismos. Pero las partículas del cuerpo no descansan y se encargan de ir consumiéndose, el sol tampoco descansa: sale todos los días para no cortar con la sucesión de domingos, para arrastrarnos lenta y sigilosamente hacia el día siguiente, y sin que nos demos cuenta nos guía de a poco, en silencio, de la mano, con amor y cariño y cinismo a un lugar donde ese tiempo ya no existe y somos todos inmunes a los terribles resultados del camino que termina en la tumba.

martes, 5 de septiembre de 2017

El tren

Anoche soñé que me subía a un tren. Por la ventana se veían los paisajes más increíbles: me rodeaban las montañas verdes de Suiza. Es común que sueñe y que me acuerde de los sueños, desde chica que sueño; mi familia ya cansada de escucharlos -es cierto que en algún punto, contar los sueños es divertido para uno pero aburrido para el resto- me pedían que por favor me callara y hablara de otra cosa. Pero no podía. Qué querían que hiciera. A mi no me resultaba natural despertarme habiendo vivido las aventuras más grandes, los momentos más insólitos, por qué habría yo de soñar con bolsitas, con misas, con tal persona que no veía hace años, con tal famoso, con tal situación. Generalmente son pesadillas: al menos los que recuerdo, casi siempre son momentos monstruosos, guerras, muerte, miseria, pobreza, dolor, incendios, pero sobre todo muerte.
A tal punto me impresionan mis sueños que hasta me pregunto si no será esa la vida que en realidad vivo -sí, ya sé, no es un intento de plagio del cuento de Cortázar, es que realmente a veces me lo cuestiono. Pero siempre llego a la misma conclusión: no puede ser, dado que esta vida (en la que escribo este texto y tengo un jean, el pelo mojado por haberme bañado recién, las uñas sin pintar y un sweater gris y medias sin zapatos y demases, en fin, qué importan estos detalles) (ah, sí, hacen a la historia) la cuestión es entonces que esta vida es demasiado REAL.
Vamos, hay demasiadas personas reales, historias reales. No puede ser que todo esto sea producto del sueño de alguien (mío o quizás de otro)... lo que sí es cierto es que la otra vida (la de los sueños, la de las causas imposibles y respuestas sabias) va recobrando cada vez más sentido. Sería esto algo interminable si me pongo a enumerar la serie de "coincidencias", como decide llamarlas la gente, pero no faltará ocasión y de todos modos sería este un texto muy largo y aburrido que nadie querría leer. La cosa es que minuto a minuto vienen rayos de luz de la vida de los sueños (describo un par únicamente para que entiendan de lo que hablo): se repiten momentos que ya viví, veo un dibujo del monstruo con el que soñé, me llama por teléfono la persona con el nombre del autor con el que estoy obsesionada, me despierto habiendo soñado con una canción (pasa mucho) y prendo la radio y está ahí, al "azar". El destino me guiña el ojo cuando más distraída estoy, y yo lo reconozco, freno lo que estoy haciendo y le devuelvo el guiño, sonriéndole. Podría decirse que estoy enamorada de ese estado de complicidad, me gusta esa parte mía que sabe verlo, reconocerlo, abrazarlo y que eso haga despertarme de esta vida. 
Les contaba entonces que anoche soñé que me subía a un tren. Fíjense ustedes que el tiempo verbal que usamos para contar los sueños es el mismo que usamos para contar el argumento de una película, "el caza recompensas liberaba al tipo de los esclavos a cambio de que lo ayudara a encontrar a los buscados, y termina ayudándolo a encontrar al amor de su vida".
El tren estaba vacío, no me acuerdo qué tenía puesto pero mis pies estaban apoyados en la baranda de en frente, esa que sirve para que los que van parados puedan apoyarse. Por la ventana veía todo tipo de cosas, paisajes, personas. Es como si el tren en un viaje hubiera dado una vuelta al mundo y al tiempo: podía ver ríos, mares, selvas, leones, montañas de nieve, personas vestidas con ropas de la edad media, carretas con caballos, aridez, superpoblación. Buenos Aires, Tokyo, desiertos, cowboys. A las familias arrebatadas de sus casas en plena guerra, a Van Gogh, a Truman Capote espiando a alguien. En eso viene al vagón una banda de música y tocan una canción que conozco. Cuando los veo bien, ¡era Pink Floyd! David Gilmour, él mismo. Waters cantaba, no podía verle bien la cara, algo me lo impedía. Alguien me deja una flor al lado de mi asiento pero no le doy importancia. El alma de Syd Barrett sentada en un asiento olvidado de un vagón prohibido del mismo tren. Trato de hablar pero no puedo. Pienso "necesito grabar esto, necesito mostrárselo a alguien", y por un momento mi cabeza sabe que es un sueño. "Con más razón todavía, no quiero perder esto cuando me despierte". Agarré mi teléfono y le saqué varias fotos (disculpen el cambio en la conjugación, es algo que viví, vivía, vivo). Terminan de cantar y se van. Vuelvo a mirar por la ventana y me quedo fija mirando el horizonte. Ahora no había personas, solo verde. Todo verde, todo quieto. Siento paz y sé que no va a durar mucho, pero la disfruto. Siento angustia, no sé por qué. Abro los ojos (los había cerrado como quien se rinde a una causa perdida y algo más) y es de noche. Aparece una especie de dementor en mi ventana, como los de Harry Potter, y cuando miro adentro, el tren estaba lleno de gente. Vendedores ambulantes, chicos pidiendo plata, gente yendo y volviendo de trabajar, mujeres retando a sus hijitos, chicos estudiando, quilombo por todas partes. Truenos. Ruido, música, quejas, gritos, el sonido del tren mismo; y en algún momento de todo eso me "despierto" con el ruido del despertador, paso de vuelta a la otra dimensión. Bajo las escaleras, voy al baño, me siento a desayunar y me acuerdo. Agarro mi teléfono y ahí estaban, una por una, las fotos de Pink Floyd tocando "Brain Damage" en el tren.