Que no se va
a presentar en Estocolmo para recibir el Premio Nobel que ganó, que no contesta
los llamados de las autoridades de la Academia, que es un personaje escéptico
que es capaz de no reconocerse ganador, que va a rechazar la distinción; que va
a ir, lo va a recibir con sus anteojos negros –tal como recibió la
condecoración del honor entregada por Obama- y tal como llegó, va a retirarse y
seguir haciendo lo que hace: llevar sus canciones a todos los rincones del
mundo en su Never Ending Tour.
Que el Nobel
de la literatura no debería ganarlo un músico, que sus canciones no son
meramente leídas, son escuchadas -y
las melodías las completan, por eso es más que literatura-, que para el caso
había otros músicos que deberían haberlo ganado, que no se lo puede comparar
con otros poetas o novelistas; o sí, que Dylan es un poeta que además, canta.
“No me considero un poeta porque no me gusta la palabra. Soy un artista del
trapecio”, dijo en una ocasión. Que solamente con la frase “Se necesita mucho
para reír, se necesita un tren para llorar” era digno del Nobel y que escribió
las canciones de amor más lindas de la historia.
El Nobel de
Literatura este año generó polémica porque hizo que la gente saliera de sus
esquemas y estructuras, mismo efecto que tuvo Dylan en las personas, siempre. “Judas”
le gritaron cuando cambió la guitarra acústica por la eléctrica, el folk por el
rock. “Toquen más fuerte”, le dijo Dylan a su banda frente a las quejas del
público. “¿Para qué querés mi firma, para qué te sirve? ¿Qué vas a hacer con
ella?”, le pregunta Dylan a una joven que le pide su autógrafo a la salida de
un recital. “La verdad nunca la miré tanto”, dice cuando en 1965, un periodista
le pregunta acerca de la tapa –y su significado- de uno de sus discos más
eléctricos, Highway 61 Revisted.
No solamente
fue la voz de una generación entera, fue también la morfina para el dolor de
una sociedad, aquél que clamó por la paz, que defendió los derechos de las
personas de color, que rugió en contra de las guerras y maldijo a los que hacen
las armas (en “Masters of War” no pudo no evitar desearles la muerte). Uno
escucha sus canciones y asiente con cada palabra, pero genera algo contraproducente:
el oyente siente alivio por escuchar lo que él mismo quiere decir, y al mismo
tiempo se enoja y angustia por escuchar la verdad, cómo la gente mata sin
pudor, cómo los jueces hacen la vista gorda y no condenan a los asesinos.
“Y le otorgó
con fuerza, por culpa y arrepentimiento / a William Zanzinger una pena de 6
meses”, dice tras ironizar con la ley en “The lonesome death of Hattie Carroll”.
Lo mismo ocurre con “Hurricane” y “Only a pawn in their game”, canción que
cantó tras el discurso de I have a dream de
Martin Luther King.
El autor que
escribió “Blowin in the wind” en diez minutos, no se reconoce un melodista, ni
siquiera se reconoce poeta. Proclama que escribe sus canciones inspirado en
viejas melodías, en las canciones de los Carter, en los salmos, en las
canciones protestantes, en el folk más antiguo de la historia. Él, que en un
principio quiso cantar las canciones de Woody Guthrie, viajó a de Minnesota a
Nueva York y se refugió en las paredes del bar Wha? para cantar sus propios temas y empezar lo que nunca habrá de
terminar.
Romántico,
desafiante, audaz, sincero, Dylan nunca dio explicaciones de su vida privada.
En su novela Chronicles deja bien en
claro que jamás se interesó por los datos personales del resto ni por dar a
conocer los suyos. Simplemente quería hacer música, conocer a gente decente y
entablar así relación con ellos. Por eso el premio Nobel se limita a reconocer
la trayectoria de sus canciones, la evidencia, la huella que dejó: cada línea
que escribió Bob Dylan es digna de ser enmarcada. No habla en vano, no canta
por cantar. Dice verdades, recita poemas, le habla a los que menos quieren
escuchar, a los ricos, a los pobres, a los que pagan por escucharlo, a los
asesinos y a las víctimas, a las familias, a los senadores, a los gobiernos, a jóvenes
y viejos, a sí mismo, a Dios y al diablo (en “Jokerman” precisamente no se sabe
siquiera de quién habla). Con sus canciones, dibuja. En “Desolation Row”
describe con imágenes la ruta de la desolación, “Einstein disfrazado de Robin
Hood” y otras imágenes que quien escucha la canción, inevitablemente las ve.
“The times
they are a-changin” y “A hard´s rain is gonna fall”, son canciones que
predijeron el futuro, los cambios por los que atravesaba la sociedad. Lo
tildaron de profeta, más aún cuando a los 33 años se convirtió al cristianismo
y sacó sus tres discos inéditos: Slow
Train Coming (1979), Saved (1980)
y Shot of Love (1981).
El Dylan
inocente de los primeros años se fue convirtiendo en un Dylan enojado y sin
miedo de decir la verdad. Interesado por la actualidad mundial y nacional –hay
varias imágenes que lo muestran leyendo los diarios- y lector de poetas como
Ginsberg y Rimbaud, nunca dejó de componer. Vive en el presente: “No quiero hacerme nostálgico ni narcisista como
escritor ni como persona. Yo creo que la gente que tiene éxito no habita en el
pasado”, dijo en una entrevista con el diario El Pais.
Bob Dylan –o
el fantasma que escribió sus canciones, como una vez explicó- es digno del
Nobel. Su obra está a la altura del premio, y si no, deténganse en algún pedazo
de su obra, algún pedazo de canción. Y aunque el éxito lo toma con cinismo, de
alguna manera, nos lo pre-avisó: "No hay mayor éxito que el fracaso y el
fracaso no es un éxito en absoluto", de Love Minus Zero/No Limit, de 1965.
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