viernes, 8 de enero de 2016

Sucesos

Estoy mareada. Hay algo que me viene perturbando hace días -no, meses, años, pero que se hace más fuerte y cobra cada vez más importancia con el paso de los días. Todo lo que alguna vez di por sentado, todo aquello que jamás refuté porque hacerlo habría sido inútil, idiota, pues solo un loco dudaría de la ley de gravedad, de la forma redonda de la Tierra, del Universo y todas sus leyes. Lo que es, es. Eso me enseñaron a aceptar, y yo siempre lo hice con naturalidad. Uno abre los ojos una mañana y si tiene suerte, ve el mar, el sol, un jardín, la ciudad que lo envuelve, el interior de una casa, de un departamento, cualquiera que sea la realidad que lo rodea. Y bienvenida sea esa realidad, porque es lo que a uno le tocó vivir, y si está en sus planes cambiarlo y puede lograrlo, de pie me pongo entonces y lo aplaudo, pues nada más satisfactorio que la realización de los sueños mientras los sueños sean realizables. Ahora, lo que me concierna: ¿qué es realizable y qué no? Si yo una mañana me despierto fuera de mí, o dentro de otra cosa que creía que era yo, dudando de todo lo que algún día creí, de lo que soy; no es inquietante ni desesperante ni nada de eso. Es enriquecedor, es sentirse en un mundo nuevo gobernado por algo trascendental. Qué difícil ponerlo en palabras, aún amando las palabras y dicha sensación. Un mundo donde todo es posible y las conexiones telepáticas suceden constantemente, abundan, donde lo que llamamos con descaro "casualidades" no son menos que planes hechos por duendes que manejan las vueltas del destino a gusto de un Ser Superior. Duendes, ángeles, unicornios, cualesquiera sean dichas criaturas. Ah, magníficas criaturas. Donde todo lo que tomamos como "real" se ríe a nuestras espaldas, en nuestras caras, advirtiéndonos acerca del mundo. Esos estados de trance donde la creación nos sobrepasa en todas sus dimensiones, donde entendemos algo que desconocíamos, sabemos algo que ignorábamos, comprendemos algo superior, proveniente de otro mundo, otro plano, otra realidad. Eso que no se encuentra sino en el silencio o contemplando el mundo o mirándose a uno mismo y encontrando algo ahí dentro, algo que vivimos buscando afuera. Un sabio que tuve la suerte de escuchar, dijo: "Si Dios se hubiese escondido en la montaña más alta del mundo, en las profundidades del océano, en la Atmósfera, en algún otro planeta de la galaxia, ya lo hubiéramos encontrado. Pero no, se escondió dentro del corazón de cada uno, allí donde no nos atrevemos a buscar. Y por eso no lo encontramos". 

Son esos los destellos de luz, esos momentos que muchas veces no entendemos -justamente porque no vienen de la razón, no se acercan siquiera a ella, más bien huyen, disfrazados, turbios, sospechosos y vivos- pero que bien sabemos apreciar porque mucho no duran. Son solo instantes, pasares fugaces, efímeros. En mi caso en particular, la música ayuda a que ocurran. O los provoca. Y después vuelve el sentido típico, noches en vela, el mundo, las banalidades, las obligaciones. Pero dentro mío se van acumulando los sucesos oníricos, aunque todavía no me animo a darles un nombre. Los guardo como reliquias, como tesoros, esperando a que llegue otro y me llene de fe en la vida, en mí, en vos. Que por un segundo toda esta sarda de cosas y momentos cobren sentido y sea, por cuestión de segundos, un suceso de felicidad absoluta y nada más que eso. No ocurren todo el tiempo, pero ocurren más seguido de lo que creemos. Por eso hay que estar alertas, y cuando llegue el momento, respirar el aire, inhalarlo con más fuerza, abrir los ojos, dejarse sentir, secarse alguna lágrima, y solamente deleitarse con ese instante de paraíso, esa revelación consciente de que hay algo más allá.