lunes, 27 de febrero de 2012

Uruguay la bella


De los momentos nos alimentaremos cuando viejos. De personas nos rodearemos cuando ancianos. Y aunque suene algo frío y morboso, son seres queridos los que nos rodearán en nuestro lecho de muerte. No son ni billetes ni casas ni autos lo que Dios nos pedirá en el Cielo, son sonrisas. No es la plata lo que nos hará felices hoy y siempre, es la música. No son las joyas las que nos van a hacer llorar de alegría, son el mar y las estrellas. Es la familia. No es la vida misma la que nos asegura la felicidad, es la forma en que vivamos esa vida.

Atardeceres espectrales, nubes que entre fucsia y naranja iluminan el mundo. Un mar que lo refleja todo y seis monos haciendo verticales en la orilla. Gaviotas y algún que otro pájaro vuelan apaciblemente. Qué linda forma de vivir, che.

Momentos únicos, momentos irrepetibles congelados y petrificados en el tiempo gracias a una fotógrafa que bien metida en su papel y compenetrada en su oficio, dibuja fotos alucinantes. Ella, artista. Ella generosa y del otro lado del aparato. Ella, para Martín, la journalist. Qué regalo las fotos. Gracias por eso.

Y allá lejos, bien lejos, ellas vuelan en las olas. Viven en el agua. Ríen, juegan, corren. Las Chiquis, que con miradas sinceras y comentarios que no filtran nada, se divierten. Inocencia que por ser joven y vital y fuerte, permanecerá.

Jornadas que por tan perfectas, se vuelven hermanas de la ilusión e hijas de los sueños. Y cuando la noche se abre, comienza un super archi mega show de flamenco y aparece la pizza, se asoma un mozo que de amabilidad no deja nada que desear y de vez en vez la visita de Coco que generosamente invita. Y en la intimidad de un círculo de primos divertidos, un brindis que queda en la historia. Un brindis que trasciende todo tipo de miradas, minutos horas días y años, trasciende lugares, trasciende personas. Un brindis con evidente luz y casi tangible magia.

Y desenmascaren sus máquinas de fotos, desenvuelvan sus filmadoras, y si están caminando, dejen de caminar. Frenen lo que sea que están haciendo, cierren los libros, ¿las revistas? tírenlas a la arena. Pues está pasando algo extraordinario. Pero ¿qué es eso? ¿Es un lobo marino? No, tan cerca de la orilla no puede ser... es... es... ¡¿ES UN PERRO?! ¡sí! Digo ¡no! ¡¿Cómo perro?! ¡ES CHONGUI! Chongón, mitad perro mitad pez, que así, con su collar rojo y su pelo marrón salta como un conejo a la hora de saltar olas, nada como pecesito a la hora de nadar en las olas y barrena como niño a la hora de barrenar olas. Y luego sí, sale victorioso, triunfante, tras una larga y ardua travesía, tras cruzar el Vinoso Ponto y desafiar a Poseidón, el temible dios de los mares. Sale como un rey, feliz y de lo más campante con la pelota entre los dientes. El, mitad perro mitad pez, que sin saberlo, con su rienda verde en la boca y sus ojos transparentes es el gran espectáculo de esta gran playa. Unas chiquis -ojo, no LAS chiquis- son su fiel hinchada desde el palco, el mar. Pues desenmascaren sus máquinas de fotos, desenvuelvan sus filmadoras, y si están caminando, dejen de caminar. Que Chongui está en el mar, y ciertamente, hay que verlo. Hay que verlo.

Y en las cumbres de Las Cumbres, un sol que se va para volver. O eso esperamos, o eso damos por sentado en cada atardecer.

Un sol que se va para volver, y detrás de una laguna que esconde de todo un poco, ilumina campos, bosques, molinos y alguna que otra chacra más que conocida, más que familiar.

Un sol que se va para volver, y en la altura de las alturas, casi a la altura de las nubes -sólo que hoy no hay nubes- se admira una vista, LA vista de esa tan querida punta de Uruguay. Dos islas que se imponen en un mar sin principio ni fin, que en sus abismos -eternos ante sus ojos- rodean tierra, que lejos de sentirse acorralada, se siente acompañada y acogida. Y luego de un banquete de reyes, un Mc Donald´s a las cinco de la mañana. Ammazza come magna.

Un sol que se va para volver. El fuego que no quema el agua, el agua que no apaga el fuego, sino que se fusionan y se hacen uno. Hoy gana el agua, mañana a la mañana ganará el fuego.

Y flores y más flores y más flores que decoran un casamiento gay. Y un sol que se va para volver. Dado que las estrellas empiezan a asomarse y la luna entra al baile. Y si, es su hora ahora. Deslúmbrense entonces, que un flor de competidor se está yendo y nosotros anhelamos una linda noche. Y por qué no, romántica. Reciten su poema astros, nosotros estamos acá y los escuchamos.

Pa oh, y ahora que estamos en Uruguay somos todos uruguayos bo. Todos tomamos mate bo. Todos hablamos bo como uruguayos bo.

Caminatas y algunas corridas por la punta impactante. Con esta vista no se siente el cansancio y no existe el aburrimiento.

Y para ser fiel a sus costumbres, para no traicionar a sus principios y para homenajear lo vivido, un asador hace un asado. Se construye una despedida. Y entre palabras del corazón y sentimientos verdaderos, flota el sueño explícito de volver. No, gracia a vo hasta siempre.

Y en un lugar del mundo, en un momento de la historia, en un instante de la Creación, entre un grupo reducido -y exclusivo- de personas, un jardín con flores de colores, una torre que encierra un aposento que encierra una princesa sin cordura, unas mesitas para tomar un té que parece de mentira, un perfume a jazmín que enamora hasta a la más amargada mariposa, una fuente de la que emana agua dulce para que beban los pajaritos amarillos y unos árboles altísimos que dan sombra para que uno, en la profundidad del silencio y la más bonita paz, pueda sentarse a leer un libro y fumar una pipa. El castillito de los ángeles. Y claro, por qué no, en ese pequeño paraíso terrenal, una familia que feliz de estar feliz come waffles y toma café. Y entre sorbo y sorbo, una señora que un poco nostálgica y otro tanto melancólica añora, junto a un desconocido, la Punta del Este de antaño.

Viento y un descubrimiento. Piedras, grietas y una playa desierta. Un mar bravo con mucha espuma y movimientos incesantes que nadie esperaba encontrar. Y junto con las olas, un cielo celeste y el paraíso.
Y a la mañana, al medio día, a la tarde y a la noche se repite la famosa rutina del paseo. Pero esta vez es en otro lugar, esta vez es mirando el mar, esta vez no hay horarios, no hay apuros, no hay barreras. Esa obligación o ese estar atado a algo pasa a ser un placer, un momento de aire fresco, un paseo agradable. Uno está contento y él también lo está. Camina con sus orejitas al viento y falgando la pisha cada dos o tres pasos. Y a la vuelta, la misma pregunta de todos, el gran misterio, la gran noticia. ¿Y? ¿Falgó?

Una península que une dos mares que son un solo mar al fin y al cabo, y en la punta de una ballena, habita la casa del pueblo. Atravesar un laberinto que marea y confunde más que los incomprensibles subsuelos del Vaticano y quién sabe las catacumbas. Una corrida por las escaleras y de repente tres salidas. Una opción de salida y de repente tres escaleras más. Bajar unas escaleras y encontrar cuatro puertas más. Un cartel de salida a la izquierda, un ascensor a la derecha que "parece del sesenta", cuadros y más cuadros de Paez Vilaró por donde quiera que uno mire. Y más puertas y más escaleras y más paredes blancas y más confusión y más incertidumbre y más risas y en algún rincón del alma, hasta un poquito de nervios ridículos. En fin, cuatro mujeres desencontradas y al borde de la desesperación a causa de estar perdiéndose una mágica puesta de sol. Y toda esa odisea para llegar al mismo lugar de inicio y resignarse y entrar a un ascensor y apretar un botón y bajar nueve pisos y llegar finalmente a destino. Y claro y lógico y el colmo y qué esperaban. El sol ya no está. Pero la casa del pueblo sí. Y qué casa...

Una familia, una vida, un lugar, unas vacaciones. Otras vacaciones. Gracias por hacer de ellas una fiesta que no quiero que termine nunca.

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