Mis pies tocan el agua, estoy acostada en una cama que choca contra una ventana que a su vez, choca con el mar. Todo es blanco: las paredes, la cama, la manta. Afuera es de noche y las olas rugen, sin embargo, la calma es eterna. En el horizonte se dibujan montañas de pasto, enredaderas, chimeneas, casas. Veo las estrellas que parecen estar más cerca de lo normal y un faro que se prende y se apaga en un pueblo de allá lejos. Mamá sale de casa para buscar algo y camina sobre el mar, prende la luz de la galería y vuelve a entrar. Todo es calmo y me voy a dormir feliz. Pero a la mañana siguiente volviste a aparecer, con esa naturalidad que molesta, que enferma y hasta desespera un poco. Me dijiste que fuera a la iglesia del Michael y fui. Dos personas se casaban, la gente vestía sacos de encaje, y yo, de casualidad, tengo un kimono blanco de crochet. La iglesia estaba repleta, y sin entender cómo ni por qué, terminé al lado del altar, junto a la pareja que se estaba prometiendo amor eterno y sus respectivos padres. Vos me mirás desde atrás, con apatía y un poco de amor, y entre cantos y promesas y votos de fidelidad, me propusiste trabajar con vos o emprender algo juntos o algo por el estilo. Te miro como diciendo “lo hablamos después”, pero insitís. Me encuentro inmersa en un debate del que participa la celebración entera, se ponen de acuerdo, discuten, se pelean, intervienen y opinan sin saber. Que no pierda la oportunidad, que te escuche, que te haga un lugar en mi vida, que te deje solo, que sigamos juntos. Enojada siento un calor que sube desde mis pies, el órgano suena cada vez más fuerte, los ceños de fruncen cada vez más, las voces son cada vez más serias. Me vuelvo a dar vuelta y tu mirada sigue intacta, tus ojos puestos en mí, una sonrisa sincera, unos ojos que miran más allá, pero ¿sos vos? Ahora no estoy tan segura de que seas vos, ¿estás ahí siquiera? Pareciera que desaparecés, o que sos otra persona, o que nunca estuviste, o que siempre fuiste otro, o que nunca fuiste nada, o que fuiste una mera ilusión, un mero sueño, un deseo.
El sacerdote da por finalizada la misa, la celebración, la tortura. La multitud se va contenta y yo me recluto en un rincón, salgo por un sinfín de escaleras que me llevan a un convento y salgo al patio blanco. Veo mi auto y adiós. Mareada me dirijo a la fiesta que organicé con tanto empeño. Sé que andás merodeando por algún lado, por los pasillos lujosos, el salón decorado, los techos con espejos que reflejan todo, las luces tenues, el jazz que suena y ambienta. Detrás de todo eso estás vos. Tengo que ir al baño y llevarle papel a los invitados, me cruzo a Guillermo Francella y a Darín que toman una copa de vino y me felicitan por el gran trabajo. Finalmente llego al baño, las actrices se desparraman por el piso, las modelos se peinan y maquillan, me encandilan tantos brillos, tantas lentejuelas, visten diseños de los sesenta, son las actrices que bailan en Gatsby y tienen debilidad por los excesos. Les entrego una entrada, un documento y un sobre de edulcorante que en los próximos minutos, aspirarán. Salgo del baño y estoy en una playa tomando sol. Hay quienes juegan a la paleta, quienes se meten al mar, quienes van a caminar, bailan, se mueven, se queman. Todos tienen la edad que en verdad tienen excepto Jose, que es una beba con anteojos de sol. Lucas busca la pelotita y vuelve. Valen me diseña un tatuaje que dije que me quería hacer, es un hexágono perfecto que esconde un corazón dentro.
Y cuando me voy a dormir, me despierto con un grito desesperado que entra por mi ventana, con los ojos cerrados veo a una chica que acaba de ser secuestrada y golpeada, corre por la calle lastimada, grita y clama por ayuda, llora asustada. “Empezó la guerra”, me explica alguien. Quiero salir a ayudarla, pero cuando miro para afuera, veo a mucha gente marchando, parecen desamparados, solos, no tienen esperanza, lloran y piden por la paz. Las lágrimas me caen como agua que baja de un acantilado, con furia, angustia. Salgo a la calle y marcho con el resto, tengo miedo. En medio de semejante confusión y oscuridad, llega Chongui a casa. Un cachorrito con menos de cincuenta días, marrón chocolate, gordito. Parece imposible, pero ese símbolo de inocencia nos quiere robar y hacer mucho mal. No es el Chongui de siempre, y trato de explicarle a mi familia en vano, porque nadie entiende. Me peleo con todos, a sus ojos es un simple perrito, pero yo veo la maldad cada vez que ellos se dan vuelta, veo sus intenciones, el traidor que ataca mientras el resto duerme. Abro la puerta para sacarlo de casa pero afuera hay una guerra. Lo veo desorientado y sin saber a dónde ir. Me da pena y lo dejo entrar, quiero que todo vuelva a ser como antes.
Y un día en que mi boca teme pronunciar tu nombre, en que mis manos no te encuentran y el sol brilla y la humedad es insoportable, camino por la calle. Apoyo mi bici sobre un farol, me siento en el cordón de la vereda. Y cuando retomo la vuelta a casa, la bicicleta se desarma, la rueda se sale y al darme vuelta, veo un grupo de hombres que la habían desarmado con destornilladores. Ríen sin parar. Como si el mundo estuviera conspirado en mi contra, como si fuera la única persona que se da cuenta de que el universo es un lugar cínico y cruel, como si el sol brillara con amor para todos pero para mí fuera algo que quema y mata, levanto las partes de la bici y camino. Desanimada, triste y con mucho calor. Queriendo volver a tocar el mar con los pies, donde todo era blanco y no existía el miedo.
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