La
alfombra se sacude en el balcón, baila para adelante y vuelve para atrás,
dejando en el aire cientos de kilos de arena guardada entre los tejidos del
género. Las manos que la sacuden hacen que la limpieza reine el ambiente, y su
cara ríe cuando contempla la imagen a su derecha. Ahora es la escoba la que
danza, de un lugar a otro arrastrando todo lo que ve y aquello que no ve, lo
captura también. Lo guarda prolijamente en la pala y al igual que las manos que
sacuden la alfombra, las que portan la escoba hacen que todo brille por la
ausencia de polvo. Centenares de lágrimas caen al derrochar carcajadas
desaforadas, pues nos preguntamos entre aire de desesperación y nostalgia en qué nos hemos convertido. Pequeños monstruos
adictos a la limpieza. Obsesivas del orden. Todo empeora cuando corrige el
error y enmienda semejante barbaridad: la de apoyar la alfombra con la etiqueta
para arriba. Imposible dormir en paz sabiendo que hay un papelito reposado
sobre el piso. Cualquier cosa menos seguir caminando sin antes corroborar que
lo que vio no es basura, sino una mancha. Son todo lo que le critican a sus
madres. Faltan las ramas en el pelo y estamos. “Necesito un blem para pasarle a
las mesas de madera…” y se fue todo al carajo. Efectivamente aparecen los
instrumentos de trabajo, y se culmina entonces el inicio de una época, el
emprendimiento de una empresa, si hasta acá éramos ´Navas´, con dicho proyecto
se vuelven millonarias. Empleadas de la elite. Los almohadones recobran forma,
las camas perfección. Tal palo tal astilla, así dicen. “Cómo querés que no lo
acomode si mi vieja le tiene fobia a las arrugas de la colcha”. Si tan solo las
vieran. Quién te mira y quién te ve, mierda.
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