La ventana está abierta, entra aire frío, vuela la cortina con el viento. Ellos dos, acostados en la cama: él la abraza. Ella le da la espalda pero sonríe. Escuchan la música que sigue sonando desde el living. Todo es blanco. Las estrellas no brillan, pero alguna que otra se puede ver. Son los únicos seres vivos en la ciudad. O al menos despiertos. Buenos Aires duerme afuera, espera que pase eso que tiene que pasar. Buenos Aires la bella, Buenos Aires la suave, la romántica. Abraza a los viajeros que nunca llegaron y duerme con los amantes que viven ahí. Las luces de los departamentos de afuera se prenden y se apagan. Algún que otro pájaro azul se posa en la ventana y sigue vuelo. Ella con los ojos hipnotizados en el paisaje de afuera absorbe la música y el viento. Él la sigue abrazando y la busca para sentirla. De vez en cuando también mira el horizonte que no existe, tapado por tanto edificio y cielo. Por momentos son uno, por momentos son dos, por momentos son tres con el pájaro, por otros son cien con las estrellas, ciento uno con la música, ciento dos con la cortina que baila.
Ella suspira aliviada. Él cierra los ojos y se apoya en su cuello. Sus manos rozan las de ella. Sueña con todo fervor y todas sus fuerzas y sus ganas que este momento sea eterno. O al menos que dure un poco más. Trata de no pensar en que la noche en algún momento va a terminar, que el sol se va asomar y que el momento luminoso va a terminar. Caducar. Pero la escena sigue, nadie dice nada. Pasa un tiempo. Ella se da vuelta y lo mira a los ojos, sonríen. Ella le acaricia el pelo. Él le da un beso y la trae contra su cuerpo. Duermen así, de forma plácida, como los animales del campo. Se apagan como la leña que ya no quema.
Próxima escena.
Ella despierta primero, como siempre. Se viste rápido con la remera que encuentra tirada en el piso, hace ruido pero él no despierta. Se acomoda el pelo en el baño y lo espera a los pies de la cama. Ahora la cortina está quieta y por la ventana entra un rayo de sol que empieza a calentar. Se escucha algún que otro grito de niño, alguna risa, algún llanto a lo lejos. Guarda las manos en sus bolsillos del jean y siente el sol en su cara. La nutre. Él despierta y la contempla, ve cómo el sol entra en el cuarto con espesor, con partículas que vuelan por el mundo, con objetos que brillan y la hacen brillar a ella. Momento efímero, se congela la imagen. El espectador piensa que se tildó la película. Y de repente sigue, como sigue la vida y todo lo que pasa.
Próxima escena.
Café de Buenos Aires. Deambulan por la ciudad, tratan de ser felices, se arrastran, ríen, se rodean de flores y de árboles y viajan por las calles que los raptaron, que los hicieron suyos. De vez en cuando recuerdan esa mañana cuando el sol la iluminó, cuando la cortina finalmente estuvo quieta. De vez en cuando frenan y se encuentran en esa noche sin luna, cuando el pájaro los visitó y con él el viento. Cuando Buenos Aires murió y resucitó con más fuerza. De vez en cuando recuerdan, comprenden y se apagan por un rato, como la leña. Para nunca volver a ser, para perderse y nunca comprender. Es el dolor y esas cosas.
“These violent delights have violent ends
And in their triumph die, like fire and powder,
Which, as they kiss, consume”, Romeo and Juliet.
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