Y
bailaste las canciones como pudiste, trastabillaste, tropezaste, te caíste,
pero bailaste. La música sonaba y los pájaros silbaban y vos ahí seguías,
bailando. Eras feliz: el mar rugía y los desiertos callaban, los bebés crecían
y los grandes morían. Y un día bastó con que lloviera para que se acabara la
música, se fuera el sol, llegaran las nubes, tronara; y entonces moriste y
volviste a nacer. Y en medio de la incertidumbre –y qué peor- seguiste
bailando, como pudiste, aunque las piernas ya no te daban, tu sonrisa te dio la
energía que no tenían tus brazos, el panorama cambió cuando acompañada de tu
cintura diste ese giro de ciento ochenta, y entonces todo cambió de
perspectiva. Pero un día fue demasiado el desasosiego, muy pesada la soledad,
por demás ilusoria la felicidad. Los sueños se escaparon de vos y la oscuridad
opacó la poca luz que te quedaba. Ya ni tu alma podía con lo que cargabas, ya
ni tu sonrisa alcanzaba para fortalecer el cuerpo, ya ni las ganas ni el deseo
y mucho menos la vida estaban adentro tuyo. Ya no sabías de dónde agarrarte, de
dónde sostenerte, de dónde colgarte. Y cuando pensaste que caías para no
levantarte, que morías para no volver a nacer, que oscurecía para que no
volviera la luz, apareció su mano. Para acariciarte, levantarte y comprender
que todo eso en definitiva sí seguía adentro tuyo. Eso y mucho más. No solo
había luz, había calor. No solo había sonrisas y ganas de vivir: había ganas de
sentir, de cantar y seguir bailando. En el mar, claro, junto a quien te
levantó. Junto a esa persona que no soñaste, no esperaste, no buscaste. Solo
vino, como vienen las cosas por añadidura, como se te fueron prometidas. A vos,
y por qué no, a todos.
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