El panorama blanco de hielo y polvo no hace más que enfriar lo que ya está frío, pero los fanáticos se deslizan con sus patines filosos en el centro de la ciudad, lejos de los rincones hinóspitos y los suburbios. Algunos van con estilo, se lucen frente a los espectadores que rodean la pista, que se la bancan tomando café sentados frente calefactores portátiles al aire libre... de esto se trata el primer mundo. Los enamorados van de la mano, se esperan y se miran. Los más chicos, acompañados por sus respectivos padres, aprenden en este domingo lo que probablemente harán por el resto de sus domingos. Los más viejos siguen a pesar de sus limitaciones y otros no hacen más que agregar adrenalina y peligro a la situación. Más que patinar, sobreviven como pueden, agarrándose de otros para salvarse a sí mismos. Y mientras los otros caen, ellos se arrastran gritando "watch out!!! Watch out!!!"
Lo que de lejos parece un pasatiempos divertido, llevadero y tierno, de cerca denota lo que tiene de guerrero, violento y peligroso. Una vez que estás adentro, y más en un domingo como este en la que el espacio no sobra, no hay regla que valga. Muchos salen con heridas de guerra, pero victoriosos por haber ganado la batalla. Y a dicha aventura se suman las pequeñas del grupo familiar que ya de pequeñas casi nada tienen, y se divierten cuando de la mano, recorren bajo el frío cortante los escasos metros cuadrados -por persona- del baile. Pues claro, bailan, o eso intentan. Y mientras los extranjeros se sacan fotos con suerte de no ser atropellados por otro, los locales miran con un tanto de desprecio y otro tanto de lástima. Porque qué mejor que venir un miércoles a la noche con patines propios. Sin gente. Sin sol. Bajo el imperioso Rockefeller Center, con los faroles prendidos y las estrellas vigilándolos. Actuando como lo que son, guardianas de los sultanes del ritmo, que realizan formas en el aire con su propio cuerpo y brillan sobre el hielo dándole un toque especial a la ciudad que de noche -claro- tampoco duerme.
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