La evidencia de una casa colonial
que alguna vez escondió los miedos de un prócer que le escapaba a la muerte,
nos acoge hoy en este fin de semana no de lujo sino de majestuosidad empapada en
placeres. Esa naturaleza -que una vez más- lejos está de defraudarnos, nos regala
atardeceres celestiales y la eternidad de los pastizales nos invita a
revolcarnos en el más allá. Las vacas paren y se cumple el mandato de Dios y la
voluntad de los hombres. Procrean nomás, y el ciclo simplemente funciona, se
aferra a la vida y se mueve por la fuerza de ese motor imponente del Creador.
La madera que se realizó con los
años se consume en el fuego. Albergó diversas generaciones de una misma familia
y ahora, nuestros ojos se pierden en las llamas de un ardor que nunca volverá a
ser el mismo. Y es que un hombre no puede bañarse dos veces en el mismo río, la
leña tampoco puede quemarse dos veces en el mismo fuego.
La sensación imposible de que
existe lo infinito se burla de nuestra capacidad para escaparnos del campo e
irnos a la ciudad. El viento ahora es el que nos golpea la cara y nos olvidamos
de esa vida que arrastramos allá, lejos de esta paz que hoy nos ennoblece,
porque nos obliga a pensar en lo eterno, en nosotros mismos, en esa sed de
compañía y soledad complementarias. Las pantallas no nos seducen –generalizo- y
tenemos esta obligación implícita de separarnos de todo eso que nos facilita
muchas cosas, sí, pero que nos separa de tantas otras.
El campo nos delata, revela nuestros más íntimos anhelos y nuestros más tristes pesares.
Hay otra energía, otras ganas,
otras motivaciones para despertarnos con el verde, desayunar temprano y
nutrirnos del aire libre, alimentarnos de la energía que nos transmiten los
árboles, abrigarnos con el sol y claro, adentrarnos en la noche. Bailarla. Es entonces
cuando la oscuridad nos baña con esa cuota mágica de silencio, en la que los
románticos como yo soñamos con un amor lejano e imposible. Y el inconsciente se
levanta para testificar en mi contra.
La generosidad de quienes nos
reciben viste la estadía con sonrisas y hace que todos –yo, en exceso- seamos
nosotros mismos. Un juego que no disimula quiénes somos realmente, nos
descoloca. Algunos saltan y gritan desaforados, otros mantienen la calma y se
toman el tiempo del mundo para desmantelar una palabra. Otros no entienden las
señas que imitan a un oso, UN OSO, ¡¡¡UN OSO!!! y tantos otros más… perdón, me
desvié del foco.
Disfrutamos comiendo, claro. Parrillas
que convierten corderos en manjares y conversaciones eternas de amores falsos,
no correspondidos, teorías de una generación que sufre, miles de hombres que -llevémoslo
al extremo- ya no aman, le tienen miedo a la monogamia, mujeres que se
conforman con poco y nada, el miedo a la soledad y el aborrecimiento de amores
que desesperan. Y la falta de conciencia de que en realidad y no tan en el
fondo, todos le tenemos un poco de miedo al amor.
Y volvemos. A la rutina que nos
desgasta y mata una parte nuestra. Esa que corresponde a otro lugar, otros
tiempos, otros paisajes. Esa que añora el mar, extraña el sur, busca la energía
de esos espacios que rejuvenecen a quien los respire. Pero que sigue latente y sigue viva, alimentándose
de los escombros que quedaron de ese aire y encontrando ese encanto en los
destellos de todos los días.
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