Siempre hay algo que pensamos y otro pensamiento sublime que
está detrás. Como cuando escuchamos atentamente a lo que nos está diciendo
alguien, y oímos sin escuchar ese pajarito que canta, esa bocina que ruge, esa
canción de la radio del colectivo.
Mirá, entremos acá. En este cuarto. Hay alguien que está
escuchando una canción vieja…
-¿De quién es esa canción?
-¿Qué canción? ¿Y quién sos vos?
-Soy la que escribe esto.
-Ah, qué tal… esta canción es de Neil Young.
Bien, ves, acá este hombre oye la canción de Neil Young.
Pero claramente está escuchando otra cosa. Como si el sonido de la canción le
entrara por un canal auditivo, y lo otro que escucha entra por otro. Ahora… ¿qué
es eso otro que escucha? Cortázar. Hablando de sus amigos, que “son pocos pero buenos”.
-Perdón que me entrometa así en tu vida, en tu casa, en tu
cuarto, pero eso que escuchás, no la canción de Neil Young, sino ese otro hombre que habla con tonada española
mezclada con algo de ¿francés, puede ser? ¿Es Julio Cortázar?
-No me pidas perdón. Vos me estás escribiendo, vos me
creaste. Y sí, es Cortázar. Una de mis entrevistas preferidas. Ahora, si querés
metete en su vida, eso sí que es interesante. Mucho más interesante que lo mío,
te puedo asegurar.
“Soy muy sentimental,
de los que lloran en el cine y de los que luego salen disimulando la cara”,
dice el hombre de la voz quemada por el cigarro. El hombre que escribió una
novela a los once años, resguardada por su madre –quién al principio dudó que
su hijo pudiera escribir semejantes cuentos a tan temprana edad- porque si él
la encuentra, la quemará.
“Un pariente de la
familia, un tío o alguien así dijo que aquellos poemas no eran míos, que yo los
copiaba de alguna antología de poemas. Y
me acuerdo siempre que fue para mí un dolor de niño que es un dolor infinito y
terrible, cuando mi madre en quien yo tenía plena confianza, vino de noche
antes de que yo me durmiera a preguntarme un poco avergonzada, me acuerdo, si
realmente esos textos eran míos o yo los había copiado. El hecho de que mi
madre pudiera dudar de mí, fue como esas revelaciones de la muerte. Esos golpes
que te marcan para siempre. Descubrí que todo era relativo, precario. Había que vivir en un mundo que no era ese
mundo de total confianza e inocencia”.
El que hace las preguntas, Joaquín (Julio marca la jjjjjota
de su nombre cada vez que lo pronuncia), le comparte de su wiski.
Ahora ya no es Neil Young el que canta, sino Neil Diamond. ¿Pero
ves? ¿Ves lo que te digo? Él apenas se da cuenta. Escucha al escritor que
habla, ya con un poco más de confianza. Esa rigidez que mostraba al principio
la remplazó por alguna que otra risa, y fuma distendidamente.
-¿Seguís ahí?
-Sí. Claro, siempre y cuando no te moleste.
-Para nada, pero veo que estás acompañado.
-Sí, este es mi perro. Está conmigo porque siempre lo está,
y me gusta que conozca a todos mis personajes. De alguna graciosa manera la
fidelidad que hay entre nosotros es lo que los mantiene vivos a ustedes. Si muere
él, siento decirte que morirán ustedes.
-Qué duro lo que me decís. Entonces dependo de la existencia
de un perro. O mejor dicho, del vínculo de ese perro con otra persona.
“A través de los genes
y los cromosomas te manda algo que pertenece a otro tiempo y no al tuyo, y tú
sin darte cuenta estás escribiendo una novela y en realidad estás transmitiendo
un mensaje muy antiguo y muy arcaico”.
Vio distinto al mito del hombre y Minotauro, aquél viejo
monstruo: “Yo lo vi al revés. En el
minotauro vi al poeta, al hombre libre, al hombre diferente, y por lo tanto es
el hombre al que la sociedad, el sistema encierra inmediatamente. A veces los
mete en clínicas psiquiatras, y otras en laberintos”.
-Te dije que sus cosas eran más interesantes. Mirá, estás
escribiendo de él. Te dije que su historia iba a ser mucho mejor que la mía. Igual, debo decirte. A vos, que
sos una desconocida, una loca con un perro, alguien que dice que me inventó. Debo
decirte que me entristece que me hayas cambiado por otro. Suena estúpido, pero
viniste acá a escribir de mí, o eso me pareció. ¿Tan poco interés ves en mí?
¿No merezco un cuentito en uno de esos tantos que aparentemente escribís?
“Mira, si alguna cosa
que yo he escrito ha podido mostrarle el otro lado de algunas cosas a mis lectores,
a mis amigos, es la más grande recompensas
que puedo tener. Yo sigo teniendo la
sensación de que hay algo que está del otro lado, y yo lo sigo buscando”.
-No te voy a mentir, si así lo hiciera nada de todo esto
tendría sentido. Vine acá a escribir de vos. A meterme en tu vida y robarte
alguna historia. No buscaba algo interesante, divertido, distinto. Solamente quería
espiarte y descubrirte. Y me llevé esta sorpresa. Es inevitable, pero sus
palabras me perforan la conciencia, me es imposible no escuchar esas palabras,
de hecho- “Me fastidia que digas que mis
ideas son lúcidas, yo tengo muy- ¡se
adentran en mi cabeza sin siquiera yo quererlo, permitirlo! pocas ideas. Tengo intuiciones.”
-Ya lo sé, y quién soy yo para culparte. Si acá estoy,
escuchando de vuelta las palabras de este hombre cuya gran maravilla como
escritor fue “haber escrito una obra que
correspondía a su edad, su tiempo y su clima y de repente descubrir que planteó
problemas que le correspondían a la generación siguiente”. Sí, Rayuela. Es incontrolable,
sus palabras simplemente se incorporan al pensamiento de uno, le tocan el alma
y dejan un tatuaje, como esos que él lleva en su propia alma, los de García
Lorca.
-Por eso mismo es que vine a escribir de vos, porque me
llevaste a este poeta que se reconoce a sí mismo como un hombre solitario. Y ahí,
de vuelta sus palabras.
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