Los
abandonó. Sin palabras de más, sin menos
descaro que la falta de un adiós que calienta el alma, necesario para
sobrevivir, indispensable para seguir. Los abandonó, como quien abandona a una
mascota recién nacida, la deja tirada en la calle como quien deja una bolsa de
basura. Los dejó, sin mirar atrás. Sin siquiera corroborar que estuvieran
vivos. Se alejó, sin miedo, sin cobardía, se los arrancó de su propia piel, se
desvistió de ellos, se soltó de la mano. Se ausentó y no volvió, dejando como
huella solamente lo que fue, porque nadie nunca volverá a saber qué será de él.
Caminó sin culpa, atravesó mares sin pensar en ellos, sin recordar que estaban
solos del otro lado del océano, sin nadie que los abrazara. Porque no los
abrazó, solamente se fue. No los besó, simplemente marchó. No los amó, se
olvidó. Sin explicaciones los traicionó, sin lástima los lastimó. Heridos quedaron
y así quedarán, tapando ese agujero que siempre quedará, por más de que brille
el sol y la luna se refleje en el mar, ese hueco va a estar, y no hay sol que
por más sol que sea, alcance para llenar lo que no hay. Mientras el recorre
tierras fértiles, arenas vírgenes y playas desiertas, ellos esperan un regreso
que nunca va a llegar. Lejos de donde canta la música y cerca del dolor,
sonríen sin sonreír y esperan sin esperanza. Poco a poco van acercándose a un
abismo que lejos de acogerlos, los hace sentir cada vez más pequeños. Mas se
empiezan a asomar, y en ese asomarse encuentran algo, algo que se parece a la
felicidad, algo que se disfraza de confort y al fin, paz.
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