jueves, 1 de diciembre de 2011

Crónica de una mente que desespera


La piel se eriza, sube el calor a la cabeza. El calor de la desesperación, le dice. Minutos, horas sentada, al principio en el piso –gracias a Dios- frío, ahora en un sillón. Y es que me conformo con un piso frío, un lujo. Nunca me lo hubiera imaginado. 

El ruido de la puerta que se abre y se cierra aproximadamente sesenta veces por minuto (sí, a cada segundo) ya forma parte de mi mente, ya se incorporó, es tan constante que ya ni lo escucho. La gente pasa, camina, corre. “Que se vaya a la re putisíma madre que lo parió”, hasta rugen algunos. Con la tarjeta que les da el paso, acceden cada uno a sus oficinas. Los motoqueros del delivery entran tatuados y peinados, y con sus infaltables piercings llegan con sus bolsitas a deshacerse de los pedidos. Oficinistas, policías, gente uniformada, civiles, viejos, jóvenes, todos entran. 

Pocos saludan a los recepcionistas, los más sonrientes y amigables del lugar, que cada vez que tienen la oportunidad, hacen algún chiste boludo y ríen a carcajadas. Y comen, comen todo el tiempo. “Hay que divertirse, sino…” y vuelven a reír. Esos pocos que saludan, decía, esos tan pocos, son los más viejos. Benditos sean los viejos del lugar. “Bueno fin de semana…” infaltable. 

Mas qué desesperante resulta la pérdida de tiempo. Más aún cuando uno tiene mil y una cosas en la cabeza, proyectos, trabajos que podría estar haciendo, estudios que podría estar adelantando, y no estar sentada en este sillón como una pelotuda escribiendo una crónica de cómo vuelan mis pensamientos en un día encerrada en una oficina; viendo cómo la gente entra y sale, cómo los guardias y los recepcionistas cambian… el turno cambia. La gente que entró conmigo a las diez de la mañana vuelve a su casa a comer, a dormir, y yo me mantengo cuerda escribiendo. Escribiendo. 

Y es que más desesperante se hace aún la espera cuando uno tiene un reloj digital JUSTO EN FRENTE del tamaño de un plasma que no solamente marca los minutos sino también los mismísimos segundos, que por momentos uno se queda tildado, pensando en la nada y en que si esa nada existe, mientras los ojos se pierden en el abismo de un dos que se convierte en un tres y en un tres que lenta y pausadamente, como si tuviera todo el tiempo del mundo y nada lo apurase, se convierte en un mísero cuatro. Puta tiempo, cuánto quisiera que volaras. O que yo volara, eso sería mejor, así me escapo de acá y estoy en cuestiones de segundos en mi casa, en mi cama, o al menos estudiando; para volver acá a las tres de la tarde, volando, sin perder el tiempo, sin tener que atravesar esos lugarcitos de ropa que después comprendí que era el tan nombrado Once, que vengo a darme cuenta hoy, en este día tan bello y tan único –fijate si no soy optimista, me cuesta tragar después de decir eso- del olor a mierda mezclada con más mierda que hay ahí, en el Once. Pero claro, esa mierda no se compara con la mierda de esperar ahora, acá, viendo cómo los viejos de traje le miran el culo a las minas que pasan, todas, bien vestidas con pantalones apretados. Y ellas, claro, les sonríen. Puf, ja digo yo. Y no lo disimulo. 

Pizza para ellos, ensalada y tarta para ellas. Y diez minutos más, diez minutos menos, para ellos es todo lo mismo. “Y, bueh, diez minutitos”… como si el diminutivo acortara el tiempo. 

Y sin más que un bloc y esta birome, yo sigo escribiendo, LA VEZ que no salgo con un libro, y no tengo ni música ni teléfono, uy, vieca debe estar re preocupada, supuestamente volvía a comer a casa, qué ilusa fui. Ya ni hambre tengo. 

Y el tiempo sigue pasando, y esos segundos siguen avanzando, y los tipos del delivery con los cascos en la mano siguen llegando, fa, me siento inútil. Ellos pueden hacer lo que vienen a hacer, dan las bolsitas y se van, ¡¡¡SE VAN!!! 

Pero esto no termina acá. Yo de acá saco una buena nota. Esa es mi venganza, y qué mejor venganza que esa. Uy, quiero ver V de venganza, me dijeron que estaba buena. En fin, me voy a ir de acá con una buena nota y dos amigos: los recepcionistas que por cierto, ya se fueron, porque claro, a las dos cambió el turno. Y yo sigo acá y hasta llego a preguntarme, ¿volveré algún día a mi casa?

Me cago en todo lo que tenga que ver con el gobierno, it´s all the same and old shit. Qué ironía, resuena y resuena en mi mente la canción “bonito, todo me parece bonito”.

Bien irascible, bien irascible, si no estaré luchando por conseguir esto. Me siento en una selva donde me quieren comer la cordura. Esto debería llamarse más bien “crónica de una mente que en la desesperación, busca inútilmente la esperanza”.  

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