domingo, 25 de marzo de 2018
La mirada de un perro
Vayamos más hondo, donde nuestros pies no toquen la arena, donde el agua cubra todos nuestros cuerpos, donde nos animemos a ser nosotros mismos, donde nada importe ya, donde juntos seamos una misma luz, donde todo el resto de la galaxia no exista y ya consumados, completos, libres, nos animemos a darnos por vencidos y finalmente morir. Volvamos al viento frío del domingo de invierno, al sol que quema en el mediodía de otoño, a los libros frente a la chimenea donde queman tus pies contra los míos. Volvamos a transpirar de nervios, a tomar esa sopa, ese café negro, rocío de verano, mística de noche estrellada, cálido como un amanecer. Sentir la gracia de estar vivos, ver la ironía que hay en todo sin entenderla, pues quien diga que no hay cierto cinismo en todo será porque no abre sus ojos, no escucha el zumbido semi silencioso que hay del otro lado de las cosas -¿o será un suspiro de amor después de todo?¿Dios suplicándole a los hombres que dejen de matarse entre sí? Quizás es Dios llorando viendo a los que lloran en silencio, a los que están solos, a los que tienen miedo, a las millones de vidas que se le escaparon de las manos, a los que pasan hambre y sed, a los que tienen frío, a los que buscan el mal, a los que planean las guerras, a los que sacrifican a sus hermanos, hijos, a los que torturaron y asesinaron, a los millones que murieron sin haber conocido la felicidad, sin haber sido siquiera hora de que murieran, LLO RAN DO viendo cómo esto que se suponía que debía ser la obra del amor más grande es ahora una selva… el zumbido está y vaya uno a saber qué es. Uno, sin embargo, se queda con los domingos de sol y café. Uno trata de encontrar la belleza en esto de estar vivos, buscando desesperadamente la manera de ¿sobrevivir a la barbarie? Que es cierto, no sabemos dónde estaremos parados mañana, pero este rato bajo el sol y en familia lo valió; que más allá del cinismo y las dudas y las muertes y las injusticias que nos rodean hay algo que late; a veces en las hojas verdes de los árboles, a veces en la mirada de un perro, a veces en la espuma del mar. Pero son esos segundos los que nos dicen que sigamos a pesar de todo, que los millones de bebés que murieron en las guerras son ahora ángeles que bailan en las nubes y se abrazan al amor -que tiene forma y color y nombre y cara- es esa mirada en ese perro que si lo mira bien, hasta le sonríe, y hasta parecería que le dice “sí, creeme, todo esto tiene un sentido y algún día lo vas a entender”. Uno en la vida camina con los ojos cerrados, y las mil millones de distracciones no permiten que nos topemos con esos ojos reveladores, esas hojas verdes que nos están hablando, esa espuma que nos susurra. Que nos baña, nos abraza, nos vuelve uno y nos da vueltas mientras el sol se pone allá lejos y nada es coincidencia. Quema el agua, nos acordamos del fuego de la chimenea, del sabor de la sopa, nuestros pies se vuelven a juntar, y por un segundo entendemos algo, y somos casi tan sabios como el perro.
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