Me pasa algo raro cuando leo a Mario Levrero. Me conecto con
una parte mía que pensé que había perdido, o quizás que se había dormido. La parte
más sincera, la que no puede negar la realidad esencial, escapa de las
trivialidades para alcanzar eso que brilla y nos hace brillar. Eso que se
pierde con la rutina de todos los días y a lo que deberíamos aferrarnos con más
fuerzas: para que no se vaya, para que permanezca latiendo. “He visto a Dios cruzar por la mirada de una
puta, hacerme señas con las antenas de una hormiga, hacerse vino en un racimo
de uvas olvidado en la parra”. Esos instantes reveladores que todos en algún
momento tenemos –aquellos más despiertos seguramente los tengan más seguido-
son instantes de luz. Lo cierto es que vivir en un estado permanente de luz es
imposible. Pero mientras podamos, corramos los escombros para ver el mundo,
dejemos de usar excusas inválidas para caminar juntos, disfrutemos de una tarde
de verano en el campo. Este malestar insoportable que siento hoy –porque sé que
no te pertenezco, porque pasás por al lado mío y crecen flores marchitas a tu
alrededor, porque no te permitís (o quizás no te interesa, no estoy segura)
serte sincero- este malestar, decía, me saca las ganas de todo. Soñar no es una apología al delito como vos creés: es vivir –por ahí
con demasiada intensidad- pero vivir al fin. Hay una esperanza retorcida en mí aun
sabiendo que todo está perdido. Hoy es todo oscuro, hoy no hay luz. Por eso
prefiero dejar de escribir y esperar a que nada pase.
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