Y de vuelta las aguas del río se
esmeran, las avasallan, se dejan lucir para que se luzca la despedida de algo
que se va para volver. Ese dejo de nostalgia en la felicidad de lo que sienten,
ese melodrama que se percibe al saber que no se puede ser cien por ciento
feliz. Porque siempre, por más perfecto que sea el momento, una lágrima quiere escaparse
para decir, la muy puta, “algún día se terminará”. Algún día ya no estarán acá,
en este barco que tantas veces las hizo sentir las reinas del canal. Las divas
del río. Las protagonistas de una aventura playboy. Sin embargo, el agua y el
viento se ponen de acuerdo para recordarles hoy el lujo de vivir así, el lujo de
vivir. Y se alegran al ser concientes de que son concientes de ello. Es el
atardecer el que juega con sus recuerdos y no pueden evitar evocar a ese lugar
que añoran (el cual exige tratamiento psicológico –o psiquiátrico- para dejarlo
ir, hoy y de una vez por todas. Pero cómo
dejarlo ir…)
Es la Santa de Justina la que les
alegró esta –como tantas otras- tardes. Noches. La ilusión de que el año se va las
acerca más a la realidad que a la fantasía, pues fin de año siempre las agarra
sumidas en la tragedia del fin, de no querer que se termine. Menos este. Que
rebalsó de bendiciones, se sumió en noches de fiesta y se bañó en tardes
eternas, acompañadas por la buena compañía. Los lunes no jodían tanto, porque
hasta el miércoles se alimentaban de los cuentos vividos y mientras, en el
interín, por qué no, vivían también.
No sabe si es o no necesario que
se vayan, pero se van. A ese lugar de la nieve… Vail, le dicen. Son personas
que saben disfrutar, así que van a saber acomodarse a las circunstancias e
inventar historias nuevas, para claro, después poder contarlas.
Y mientras Barry White acaricia
el ir y venir del barco que se mueve con las olas, mientras el sol las quema
hasta que les arde, mientras algunas andan en lanchas que rugen y se deslizan
en bananas que las nutren de adrenalina –sangre y lágrimas-; se lamentan de que
alguna no pudo ir y andará viendo, en vez, a un héroe del rock.
Otro 7 de diciembre más, otro aniversario feliz de La Flaca, la que tanto soñó con el bendito bonete bonito, la que... seamos generosos y digámosle canta su propia canción de cumpleaños. Otro festejo, esta vez no en un jardín, no en una galería, no en una pileta. Sino en el paradisíaco Sueco. El año que viene, mínimo, ¿Uruguay?
Otro 7 de diciembre más, otro aniversario feliz de La Flaca, la que tanto soñó con el bendito bonete bonito, la que... seamos generosos y digámosle canta su propia canción de cumpleaños. Otro festejo, esta vez no en un jardín, no en una galería, no en una pileta. Sino en el paradisíaco Sueco. El año que viene, mínimo, ¿Uruguay?
Pero es la vuelta la que las
revuelve hasta llevarlas a ese punto en el que, si tenían alguna excusa para no
emocionarse, ya no la tienen más. Y emocionarse no implica llorar. Implica, sí
necesariamente, dejarse tocar por ese universo imposible que las supera, las
deja anonadadas, les hace entender, a la fuerza, que son un punto en esa bola
de esa galaxia. Y que encima hay ocho bolas más. Es la noche la que tiene esa
mística única y tan difícil de poner en palabras, que acoge las estrellas y las ofrece
una por una, haciéndolas aparecer a medida que el cielo se vuelve negro y el río, plateado.
El frío se guarda para que el calor permanezca triunfante, luchando intacto a
pesar del movimiento.
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